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♣♣ Ramón del Valle-Inclán, Sonata de primavera. Sonata de estío. Colección Austral. Espasa Calpe. 16ª edición. Madrid 1989
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Sé lo que me digo. Me gusta leer más de una vez un libro de quien escribe de manera impecable y deja entrever la riqueza de su léxico, rico, variado y cosmopolita.
El gallego en el exilio escribió las sonatas con gracia y estilo. De las cuatro sonatas, la “Sonata de estío” es mi favorita. Valle Inclán hace prosa poética. Cuando habla del olor a brea y a algas a causa del baldeo en la cubierta de la fragata en que se encuentra el marqués de Bradomín, yo me lo creo y la huelo.
La primera vez que el “don Juan feo, católico y sentimental” (como se describe a sí mismo el protagonista de las sonatas) ve a la Niña Chole “era una belleza bronceada, exótica con esa gracia extraña y ondulante de las razas nómadas, una figura hierática y serpentina, cuya contemplación evocaba el recuerdo de aquellas princesas hijas del sol, que en los poemas indios resplandecen con el doble encanto sacerdotal y voluptuoso”… (página 98; op.cit)
Más adelante el marqués empieza a considerar la posibilidad de empezar a perder cuando confiesa para sus adentros: “estaba seguro de concluir enamorándome locamente de sus lindos ojos si tenía la desgracia de volver a verlos. Afortunadamente, las mujeres que así tan de súbito nos cautivan suelen no aparecerse más que una vez en la vida” (página 100; op.cit)
Además de Tirso, Zorrilla, Torrente Ballester, Lord Byron y otros narradores de la leyenda donjuanesca, a mí particularmente me atrae el carácter del personaje que declara: “Solo dos cosas han permanecido siempre arcanas para mí: El amor de los efebos y la música de ese teutón que llaman Wagner.”(página 146; op.cit)
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